miércoles, 18 de junio de 2008

La señorita primavera.

Cuando la primavera llegaba a mi calle de Jesús, era recibida como la gran dama que es.

Venia a través de los campos y por el camino se arreglaba el cabello con las flores que, a millones, bordeaban nuestros prados y senderos. Después, se perfumaba con las últimas gotas de las flores de azahar y sus ojos, cambiantes de un azul intenso como el mar a un verde esmeralda de los campos, nos hacían soñar con amores correspondidos de alguna hermosa muchacha.

La primavera era una preciosa mujer que por el día despejaba con su mirada el horizonte frente a mi casa y nos dejaba ver las lejanas sierras por la galería y una lejana línea del azul purísimo del Mediterráneo, por el comedor. Por la noche, nuestra querida primavera soplaba tenuemente en el pelo de las muchachas jugando con sus cabellos y se sonreía con picardía al ver las encendidas miradas que les dedicaban los muchachos.

Mis hermanas también despertaban pasiones a su paso, la señorita primavera las quería mucho y movía sus faldas, agitando el aire con el movimiento de sus largas pestañas.

Naturalmente yo no era consciente de la envidia que despertaba entre los muchachos mayores por poder vivir con tres de las más hermosas mujeres de mi calle de Jesús. La tercera, lógicamente, era mi madre, que en su incipiente madurez, gozaba de una envidiable figura y un rostro muy hermoso y sereno.

En primavera, había una visita que hacer imprescindíblemente, algunos domingos. Mi hermana Pepi, recogía algunas flores y nos íbamos los dos, ella a llevarlas y yo a acompañarla, a visitar la tumba de Vicente Blasco Ibáñez, nuestro genial novelista, que se encontraba en el cementerio llamado “de los ingleses” porque es donde estaban enterrados los muertos no católicos.

También nos acompañaba la señorita primavera que se sentaba muy quietecita en un banquito cercano, para no molestar a los silenciosos huéspedes. Mi hermana me hacía un vaso con un pedazo de papel para que fuera a por agua y se sentaba con la mirada perdida, quizás pensando en un Acteón que fuera capaz de agitar su corazón, como a Sónica la Cortesana.

No había lugar en el mundo, ni en invierno ni en verano, donde se pudiera estar mejor que caminando por mi calle de Jesús de la mano de mi hermana.

Mi otra hermana era distinta. Si mi hermana mayor era paz, tranquilidad, una segunda madre... mi hermana pequeña era un ramo de flores, más cercana a mí en edad, era más espontánea, menos reflexiva quizás, pero con el mismo amor por todos nosotros. Recuerdo un día que salimos de casa y el tranvía había atropellado a un gatito y sus pedazos estaban esparcidos por toda la calle. Yo me arrimé a mi hermana y a ella le cayeron unas lágrimas por el infeliz felino. Mirando su cara recuerdo pensar que ojalá algún lejano día yo pudiera encontrar una esposa que poseyera las mismas cualidades que mis maravillosas hermanas.
Y la señorita primavera al vernos, sin un céntimo en la cartera, pero ricos, muy ricos porque no necesitábamos mas que tenernos los unos a los otros, sonrió, y por la noche vino a visitarnos trayendo aromas de limoneros y jazmines para que pudiéramos dormirnos felices, compartiendo tres de nosotros una cama, y mi hermana Pepi un catre en el comedor. No sé cual de nosotros irá primero a reunirse con nuestra madre, pero sea el que sea, estoy seguro que nos esperaremos y volveremos a estar juntos y felices en un pedacito minúsculo de mi amada calle de Jesús.

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