sábado, 7 de junio de 2008

¡Que dolor!


Quizás una de las cosas que me parece que han perdido en estos tiempos la juventud es la capacidad de soñar. Naturalmente nunca se habla de manera absoluta, siempre hay soñadores, pero hay que reconocer que es mucho más difícil.

Entonces todavía podíamos soñar con descubrir nuevos mundos, lagos desconocidos y sobre todo un lugar al que se llegaba por un río en el que había un remolino. El remolino era una cosa muy trillada. Naturalmente ahora ha desaparecido el remolino y ya no podemos ser Allan Quatermain descubriendo mundos perdidos. Basta con entrar en Internet y acceder con el Google Earth para ver que no existe la ciudad de Opar y por lo tanto Tarzán seguramente ganó su fortuna jugando en la bolsa o haciendo anuncios de detergente.

Sherlok Holmes y Hércules Poirot serían pardillos intentando descubrir con su inteligencia un crimen que se resuelve automáticamente con un poco de saliva. Sigue necesitándose la inteligencia y la intuición, pero es imposible demostrarla si no hay detrás de ti una enorme tecnología. Los marcianos de H.G. Wels dan risa y el Capitán Trueno era un auténtico imbécil por ser honrado y leal.

Entonces nuestro mundo era mucho más pequeño, pero por esta razón, todos lo alcanzábamos. Patraix era un pueblo lejano, el mercado de Jesús una aventura y en un viaje que hice a Madrid le pregunté a mi madre si hablaban como nosotros. Ahora podemos soñar con ser astronautas, pero necesitas tener un cohete, entonces podías soñar con correr aventuras y solo necesitabas coger el tren y salir a cualquiera de los pueblecitos de Valencia. La aventura vendría a ti con toda seguridad.

Y esto me recuerda un verano de los 60. Cogimos el tranvía para ir a la playa y por el camino sentí un tremendo dolor en la entrepierna. Un dolor insufrible que me hizo levantar del asiento y doblarme para intentar disminuirlo. Poco a poco se me fue pasando, pero el resto del día mis amigos tuvieron motivos para estar gastándome bromas.

El resto de la semana no tuve ya ningún problema, pero al domingo siguiente tuve otro ataque de dolor, esta vez más fuerte. Nuevas bromas de mis amigos y yo avergonzado por hacer el ridículo delante las niñas que venían con nosotros.

Así pues y como la cosa ya era grave, mi madre me llevó al médico de una mutua que pagaba mi tía.

El hombre me miró, palpó, discurrió y sentenció una receta que para mi fue como la pena de muerte.

- El niño tiene una hernia de caballo y tendrá que llevar braguero toda su vida. Aquí tiene la receta señora.

Ya bajando la escalera mi madre quería ir inmediatamente a la farmacia a comprarme el braguero, a lo que yo me negué tajantemente.

¡Ya me veía yo, delante de la “Brigitti Bardot”, poniéndome morritos y yo diciendo – Espera cariño, que me voy a quitar el braguero!. ¡No, no y no!, prefiero pasar el dolor a tener que pasar la vergüenza, cuando sea viejo ya me lo pondré!.
Lo curioso del caso es que no tuve el dolor ningún día del resto de la semana e inclusive al domingo siguiente, cuando fuimos a la playa, no apareció a pesar de estar yo todo el rato pensando que me iba a hacer pasar otro ridículo.

Cuando llegué a casa se lo comenté a mi madre y ella también quedó extrañada.

- Por cierto Paquito – me comentó – ya tienes los pantalones vaqueros esos que te pones tan estrechos los domingo lavados, como llovió el viernes no se te secaron y habrás visto que hoy te has puesto los otros.

Un sudor frío me recorrió el cuerpo y desde entonces he desistido de ponerme pantalones vaqueros y mucho menos ajustados.

¡Que ojo el de aquel médico que si le llego a hacer caso había ido con braguero toda mi vida cuando todo dependía de no llevar los pantalones demasiado ajustados!.

Con la edad te das cuenta de que muchísimos problemas que de jóvenes vemos como hernias incurables no son mas que pantalones demasiado ajustados.

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